miércoles, 21 de julio de 2010

HIMNO DE MI CORAZON

estuve recordando canciones que me han acompañado en distintos momentos de mi vida
esta es una de ellas.

Los Abuelos de la Nada publicaban en 1984, año en que nació Julia, su LP con esta canción bella entre las bellas

Himno de mi corazón


Sobre la palma de mi lengua
vive el himno de mi corazón
siento la alianza mas perfecta
que en justicia me une a vos
la vida es un libro útil
para aquel que puede comprender
tengo confianza en la balanza
que inclina mi parecer

Nadie quiere dormirse aquí
algo puedo hacer
tras haber cruzado la mar
te seduciré
por felicidad yo canto

Nada me abruma ni me impide
en este día que te quiera amor
naturalmente mi presente
busca florecer de a dos
nada hay que nada prohiba
ya te veo andar en Libertad
que no se rasgue como seda
el clima de tu corazón

Nadie quiere dormirse aquí
algo debo hacer
tras haber cruzado la mar
te seduciré
solo por amor lo canto

miércoles, 14 de julio de 2010

que familia queremos que sociedad somos

Las familias no son una cuestión de genitalidad o sexualidad; las parejas, las familias, como así también los amigos, los compañeros de trabajo, estudio, hasta los vecinos se constituyen se construyen con el amor mutuo, la cooperación, el respeto y esa combinación es la llave, que tenemos, si no la única, de constituirnos en una sociedad en donde todos y todas tengamos cabida (mayorías y minorías) en tanto todos estemos en igualdad ante la ley. Entonces seremos una sociedad mejor y ese será el salto cualitativo y cuantitativo que nos debemos como seres humanos.

domingo, 11 de julio de 2010

Saramago y mis abuelos

DISCURSO DE SARAMAGO CUANDO RECIBIÒ EL PREMIO NOBEL, VALE LA PENA LEERLO

DISCURSO

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.

Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto añejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.

Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?".

Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".

Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.

Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

(...)

No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.


Mi abuela Florentina apenas sabia leer y escribir pero me escribía cariñosas cartas y me adjuntaba estampitas de santos
llegó de casi dos años a la Argentina desde Las Canarias
Mi abuelo Nicolás cuando llegó primero a Buenos Aires y después a Rosario aprendió el idioma leyendo el diario
en su Génova natal era un hombre culto al que le gustaba la ópera
Mi abuela Rosalía aprendió a leer y escribir a los 15 años escuchando las lecciones que recibían los hijos del dueño de la estancia donde había sido dejada para que trabajara (eran como 11 hermanos y no alcanzaba para todos)
su segundo marido mi abuelo Juan que trabajaba en las cosechas en el sur de Santa Fe se las arreglaba era muy observador tanto como sordo
mi mamá llegó hasta 4to. grado
y mi papá creo que tambíen
trabajaron desde muy chicos mi papá desde los 10 en una fábrica de fabricacion de botellas y damajuanas y mi mamá desde siempre
pero los dos leían el diario, escuchaban radio y les gustaba el cine
me siento orgullosa de ellos y sigo aprendiendo,estudiando.

miércoles, 7 de julio de 2010

CONRACK pelicula que te recomiendo

Esta película la vi en el televisión en blanco y negro, en una trasnoche en casa de mis viejos, hace como 30 años (por lo menos) y nunca la olvidé...

Hoy la encontré como uno encuentra respuestas o explicaciones buscando otra cosa o nada o como cuando encontras, lo que no sabías que habías olvidado/perdido, en una caja, una canción, o en una añeja anotación...

Es a la luz de estar estudiando historia, en este mi segundo año, en donde encuentro similitudes entre el modo de enseñaje del personaje de esta película, basada en una persona real, al estilo del maestro que tuvo afortunadamente. Simón Bolívar, su maestro fue Simón Rodríguez, una pena porque ha sido opacado por don Domingo Faustino,verdaderamente una pena que no se lo conozca profundamente, realmente.

Asi que, en el momento en que hacía zapping antes de irme a dormir encontré en TCM Canal 39 de telecentro esta excelente película con un Jon Voight muy joven y convincente en la maduración de su personaje

buscá en tu grilla esta película y disfrutala
muchos maestros encaran su tarea así y no lo sabemos

después buscá la biografía de Simón Rodríguez y lo que pensó y proyectó con Simón Bolívar

que lo disfrutes, a continuación la ficha de la peli

abrazo cinéfilo

Nora

Año de producción: 1974
País: EE.UU.
Dirección: Martin Ritt
Intérpretes: Jon Voight, Paul Winfield, Madge Sinclair, Tina Andrews, Antonio Fargas, Ruth Attaway, James O'Rear
Guión: Irving Ravetch, Harriet Frank Jr.
Música: John Williams
Fotografía: John A. Alonzo
Duración: 106 min.
Público apropiado: Jóvenes
Género: Drama

Aprender a vivir
Autobiografía del profesor Pat Conroy, según su libro 'The Water Is Wide'. En el mismo cuenta cómo consiguió educar a sus alumnos, principalmente conflictivos afroamericanos del Sur de California. Sin embargo, no todo fue sencillo, ya que ni los jefes de la escuela confiaban en sacar algo provechoso de estos muchachos. Ambientado en los revueltos años 60, narra como Conroy les enseñó mucho más que lo que podían aprender en los libros: ver cine, escuchar música, amar la vida y respetarse entre ellos.


Curiosamente, este profesor se transformó después en un reputado novelista, algunas de cuyas obras han sido adaptadas al cine, como El gran Santini (1979) con Robert Duvall, y El príncipe de las mareas,(1991), dirigida por B. Streisannd con Nick Nolte y Barbra.
Esta es una gran interpretación de Jon Voight y sobresaliente banda sonora de John Williams, que aporta sentimiento y sensibilidad al relato.